El día en que conocí a Andrea sentí la fuerza perturbadora de los sueños. Se presentó con timidez medida y sonrisa tranquila, mientras nos tomábamos un café fuerte, acompañado por pequeños “brownies”, que decoraron una reunión sin sentido en el Club del Comercio de la ciudad. Sentí que mi mirada se llenaba de ilusión – que no entendía – y desde ese momento mi objetivo fue planear las mil y una estrategias para estar cerca de ella. Y es que todo me gustaba; la suavidad que tenían sus manos, sus movimientos fluidos siempre acompañados de sonrisas, lo alegres que eran sus historias e incluso su piel canela que combinaba de manera perfecta y extraña con sus ojos miel.
Ya en su cercanía me sorprendí mirando sus formas; a mi parecer, envidiables y perfectas. No había pantalón que no tallara firme o falda que no recordara su condición sólida de mujer y llevara a imaginar su olor. La comparación permanente y loca que yo hacía de ella con las otras chicas, e incluso conmigo, me fue enredando tanto las emociones como los pensamientos.
La hecatombe llegó el día en que jugando traviesas sentí cómo nuestros pechos se rozaron sin que nuestras almas rechazaran el acto, por el contrario, nuestros labios contenidos por una sonrisa, se hacían confidentes.
Las semanas pasaron raudas y pronto pasamos de amigas a historias más candentes que construíamos en nuestra soledad y al margen de la sociedad de la que huíamos. Aparecieron los planes de mujeres que disfrutábamos como locas y que hacíamos libres con justificación plena.
Esta locura, de la que no me arrepiento, me llevó por caminos insospechados, pero que igual, me hizo más segura y le dio a mi vida ese sabor que encontré en pocas cantidades en mis relaciones anteriores. El desafuero tuvo su gran muralla hace dos días en que Arturo, mi esposo, me contó los planes que él tenía para que celebráramos los primeros diez años de nuestro matrimonio. La provocativa invitación a un crucero sólo él y yo, justo para la fecha de cumpleaños de mi alma gemela, se me convirtió en un vacío profundo en mi estómago.
No me quedó otra opción; decidí hablar primero con Arturo y luego buscar el momento de explicarles a mis tres hijos. Mañana ya no estaré aquí, me iré con mi libertad a su apartamento, intentando construir el sueño que creí perdido.